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19 de febrero de 2012
“Viendo Jesús la fe que tenían, le dijo al paralítico: Hijo tus pecados quedan perdonados... Entonces le dijo al paralítico: Contigo hablo: Levántate, coge tu camilla y vete a tu casa”. (Mc 2, 3-12)
Cuando Jesús curó a aquel paralítico del cual habla el Evangelio de este domingo, estaba haciendo algo más que un milagro físico. Estaba dándonos una lección, la de mostrarnos que hay una parálisis que se padece sin darnos cuenta y que es aún peor que la otra. Una de sus características es que, pudiendo salir de ella, no solemos querer que se nos cure.
Se trata de la parálisis de aquellos que no hacen nada. Quizá no hacen nada malo –aunque eso es prácticamente imposible-, pero sobre todo no hacen nada bueno. Hacer el bien es salir de esta parálisis. Hacer el bien y no sólo evitar el mal o limitarse a cumplir con la misa, ése es el objetivo y el deber de todo cristiano. Dicen, con razón, que el mundo va mal no por el pecado de los malos, sino por el consentimiento de los buenos, por su pasividad, por ese limitarse a mover la cabeza en señal de desaprobación, por pasar la vida contentándose con criticar lo que los otros están haciendo mal y sentirse con ello justificados al comprobar que sus sentimientos son mejores.
Examinemos, pues, nuestra conciencia. Si tuviéramos que morir esta semana, si tuviéramos que ponernos en presencia de Dios, ¿qué diríamos a nuestro favor, qué obras buenas mostraríamos que actuaran de abogados defensores y que hicieran callar las acusaciones procedentes de las obras malas?. No olvidemos que Cristo, en la parábola del Juicio, condena a aquellos que no han dado de comer al que tenía hambre, sin investigar si eran o no culpables de que el hambriento estuviera necesitado.
Propósito: Vencer el mal a fuerza de bien. Por cada acto malo que hagamos –y tenemos que intentar no hacer ninguno- vamos a hacer dos actos buenos, sobre todo con los perjudicados.
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