Autor: Santiago
MARTÍN, sacerdote
La reunión que el
Papa Francisco ha celebrado esta semana con el grupo de ocho cardenales elegido
por él -que ha sido ya denominado como C8, a semejanza del G8 de los países más
ricos del mundo, o como el "Consejo de la Corona"-, para que le
asesoren en el gobierno de la Iglesia ha despertado un gran interés. No podía
ser de otro modo, pues se trata de una de las novedades introducidas desde los
primeros momentos de su pontificado por el Papa.
Hay que aclarar,
como dice el quirógrafo firmado por el Pontífice que ha sido publicado justo
antes de la citada reunión, que se trata de un órgano consultivo y no
deliberativo. Es decir, con su existencia no se está entrando en un proceso de
democratización de la Iglesia equivalente a un parlamentarismo, donde se vota y
se hace lo que diga la mayoría. Es un consejo de asesores, procedentes de
distintos continentes, que el Papa ha elegido entre los cardenales con quien
tiene una sintonía mayor, para escuchar sus opiniones y luego tomar él, con su
autoridad y responsabilidad, las decisiones. Es, pues, una forma inteligente de
gobernar que, por otro lado, se aplica en general en todas las diócesis del
mundo y en las empresas que tienen relevancia.
No es, además, el
único equipo de consultores que tiene el Pontífice. El primero de ellos es la
propia Curia romana y por eso el Papa se reunió con los jefes de todos los
dicasterios (que son como los ministerios en un gobierno) para escuchar sus
opiniones en un debate franco y abierto, varios días antes de reunirse con el
C8.
En cuanto a los
temas que se han tratado, ha salido a la luz algunos de ellos. Ma parecen de
especial importancia dos, uno es el de la reforma del Sínodo de los Obispos y
el otro es el de la reforma de propia Curia romana.
Durante muchos años
he participado como periodista en los Sínodos de los Obispos y he escuchado
desde el principio múltiples quejas sobre la ineficacia de su funcionamiento.
De hecho, siempre pensé que Benedicto XVI introducirías las reformas necesarias
para hacerlo más ágil y convertirlo en un verdadero foro de debate que sirviera
mejor para lo que fue creado aplicando las recomendaciones del Concilio
Vaticano II, que buscan hacer más colegial el gobierno de la Iglesia. Estoy
seguro de que esa reforma necesaria se pondrá en marcha ahora y confío en que
sea acertada.
Acerca de la reforma
de la Curia se ha dicho mucho en estos meses y no poco de lo que se ha dicho ha
sido calumnioso e injusto. Se ha presentado a la Curia como un nido de víboras,
como un antro de ambiciosos carreristas ansiosos de poder, como un lugar desde
el que se mantiene una opresión tiránica hacia el resto de la Iglesia, o como
un contubernio de gays, masones y corruptos. Todas estas cosas son falsas y
terriblemente injustas. Por supuesto que en la Curia romana hay ambiciosos y
carreristas, pero no más que en las Curias diocesanas o entre el propio clero,
donde no faltan los que sueñan en alcanzar parroquias cada vez más ricas. Claro
que hay corruptos, gays y masones, y eso es horrible, pero la mayoría son
sacerdotes, religiosas y laicos, entregados a Dios y que llevan a cabo su
misión con un gran espíritu de sacrificio y de amor. En cuanto a que se trate
de un mecanismo de opresión y control sobre las diócesis, por desgracia a Roma
llegan problemas que deberían haber sido resueltos a tiempo por los respectivos
obispos diocesanos o por los superiores generales de las congregaciones, y que
al final hay que afrontar y resolver en Roma porque no queda más remedio. Hace
falta, naturalmente, una reforma de la estructura, pues con el paso del tiempo
la "Pastor Bonus" de Juan Pablo II, que es la constitución con que el
Papa polaco organizó la Curia en 1988, ha quedado desfasada. No en vano han pasado
25 años y, en este tiempo, se ha visto que la maquinaria tenía no pocos fallos,
como se ha demostrado con el escándalo de la filtración de documentos, el
llamado "Vatileaks". El Papa Francisco tiene todo el derecho a
reestructurar a su equipo de gobierno, desde las estructuras a las personas,
como lo tuvo el Papa Benedicto, el Papa Juan Pablo o el Papa Pablo VI.
Por eso, quiero terminar recordando algo que
algunos están olvidando: debemos acompañar al Papa con nuestra oración. No
debemos dejarle solo. Es lo que él ha pedido desde el primer momento y eso lo
que tenemos que hacer. Confiar en el Espíritu Santo, que es quien guía a la
Iglesia, y rezar por la persona que ese mismo Espíritu ha puesto para
gobernarla.