Autor: Pedro
TREVIJANO Etcheverria, Sacerdote
Cuando comento que
casi todos los días me siento un rato a confesar, hay gente que llega a
preguntarme si eso todavía se estila y se asombran todavía más si les digo que,
aunque despacio, se ven claros signos de recuperación de este sacramento, como
muestran las JMJ.
La predicación de
Jesucristo empieza así: «Convertíos, porque el reino de los cielos está
cerca»
(Mt 4,17). Para el pecador que se arrepiente la voluntad divina de perdón no
tiene límites (Lc 15).
Por su parte la Iglesia siempre ha creído
que podía perdonar los pecados y ha practicado ese perdón. La Penitencia es un
Sacramento, es decir uno de los actos que expresa de modo preferente el encuentro
entre el hombre y Dios. Es por supuesto el modo normal de perdón de los pecados
cometidos después del Bautismo.
«Pero sobre la
esencia del Sacramento ha quedado siempre sólida e inmutable en la conciencia
de la Iglesia la certeza de que, por voluntad de Cristo, el perdón es ofrecido
a cada uno por medio de la absolución sacramental, dada por los ministros de la
Penitencia; es una certeza reafirmada con particular vigor tanto por el
Concilio de Trento como por el Concilio Vaticano II»… «Y como dato esencial
de fe sobre el valor y la finalidad de la Penitencia se debe reafirmar que
Nuestro Salvador Jesucristo instituyó en su Iglesia el Sacramento de la
Penitencia, para que los fieles caídos en pecado después del Bautismo
recibieran la gracia y se reconciliaran con Dios» (Exhortación Apostólica
de Juan Pablo II, «Reconciliatio et Paenitentia» nº 30).En la reciente JMJ el
Papa Francisco ha hecho varias referencias a este sacramento. Destaco ésta, en
la homilía de la Misa de la Transfiguración. «Pon a Cristo: Él te acoge en
el sacramento del Perdón, con su misericordia cura todas las heridas del
pecado. No tengas miedo de pedirle perdón, porque Él, en su inmenso amor, nunca
se cansa de perdonarnos».
Muchas veces he
pensado que la crisis del sacramento se debe no sólo como señala Juan Pablo II
en «Reconciliatio et Paenitentia» nº 18 a la pérdida del sentido del pecado
provocada por el trasfondo de la cultura moderna (fermentos de ateísmo,
secularismo, ciertos equívocos de las ciencias humanas y ética del relativismo)
y por algunas tendencias en la doctrina y en la vida de la Iglesia
(confusionismo en la exposición de cuestiones graves de la moral cristiana y
defectos y abusos en la práctica de la Penitencia sacramental), sino también al
hecho que la gente no viene a confesarse y los sacerdotes no nos sentamos en el
confesionario, ocasionando un círculo vicioso, que es a los sacerdotes a
quienes corresponde romper.
La actitud fundamental
del sacerdote hacia los penitentes debe ser el amor. Conseguir esta actitud es
fácil, porque aparte que la gracia de estado está para algo, vemos al penitente
ya arrepentido, es decir bajo la luz de la gracia que posee, al menos en forma
de atrición.
Este amor al penitente
debe llevarnos a amar a la Penitencia como ministros suyos y como una de
nuestras tareas evangelizadoras más importantes: «otras obras por falta de
tiempo podrían posponerse y hasta dejarse, pero no la de la confesión» (Conferencia
Episcopal Española, Instrucción Pastoral sobre el sacramento de la Penitencia. «Dejaos
reconciliar con Dios», Madrid 1989 nº 82); «el confesor muéstrese siempre
dispuesto a confesar a los fieles cuando éstos lo pidan razonablemente» (Reconciliatio et
Paenitentia nº 10).
En cuanto a los
penitentes, pienso que nos encontramos con tres tipos de gente: los cristianos
corrientes, que en su lucha espiritual pasan por altibajos y a quienes hacemos
un gran servicio dándoles paz, confortándoles en su lucha espiritual y, a
veces, devolviéndoles la gracia. Otros son los convertidos después de bastantes
años de alejamiento y ante los que uno no puede por menos de acordarse de la
frase del evangelio: «Más alegría hay en el cielo por un solo pecador que se
convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse»(Lc 15,7). Y, por último,
están aquéllos que llevan una vida espiritual profundísima, que les ves de
verdad discípulos y apóstoles de Jesús y que suscitan en ti una reacción de
sana envidia e intento de imitación.
Pero hemos de ser
conscientes que si queremos que los fieles estimen la confesión, los sacerdotes
debemos guiarles no sólo con las palabras, sino sobre todo con el ejemplo. La
mejor catequesis es la del sacerdote que se acerca a menudo y con regularidad a
este sacramento, que le permite profundizar en la contrición de sus pecados y
seguir más fielmente a Cristo, en cuyo nombre perdona a quienes son pecadores
como lo es él mismo.
El sacerdote que
descuida personalmente este sacramento, será él mismo un mal confesor, dejándose
llevar de la pereza y dándose a sí mismo pretextos para evitar el confesionario
y deshabituar a los fieles, tanto más cuanto que se trata de un servicio difícil,
aunque tremendamente confortante, hasta el punto que encontramos en la Carta a
Santiago estas palabras: «Hermanos míos, si alguno de vosotros se desvía de
la verdad y otro le convierte, sepa que quien convierte a un pecador de su
extravío se salvará de la muerte y sepultará un sinfín de pecados» (5,19-20).
Contestando a la
pregunta inicial: claro que vale la pena sentarse en el confesionario.