Autor: Pedro TREVIJANO, sacerdote
Buena parte de la vida de los
adolescentes transcurre en su centro escolar: colegio o instituto. Un centro de
estudios debe ser fundamentalmente eso: un centro de estudios, al que se va
para aprender y formarse.
Ha habido en Educación una serie de
errores, siguiendo los principios de Rousseau, ese educador que abandonó a sus
hijos y del que Voltaire dijo: “jamás se ha empleado tanta inteligencia en
convencernos en que debemos volver a andar a cuatro patas”, que han logrado
destrozar la enseñanza, transformando los centros escolares en garajes para
adolescentes, con ideas como el que los alumnos siempre tienen de por sí ganas
de estudiar, y si no lo hacen así, es porque la culpa es del profesor, y con
normas como el que un alumno puede pasar de curso con todas suspendidas, clases
con alumnos de muy diverso nivel, guerra a muerte a la memorización, la
enseñanza de la puntuación y de la gramática son un obstáculo a la creatividad,
muchos trabajillos y fichitas en vez de asignaturas concretas, exceso de
asignaturas y poco tiempo para las de verdad importantes, supresión de los
exámenes de septiembre, o la genialidad que no se podía echar a un alumno de
clase, por su derecho a la enseñanza, sin tener en cuenta el derecho del
profesor a impartir clase y el de los demás alumnos a recibirla.
Se ha llegado a confundir
escolarización con educación. Los resultado de semejantes métodos han estado a
la vista de todos los que lo querían ver: un descenso tremendo en el nivel de
la enseñanza, y si no ha sido todavía peor, creo que hay que agradecérselo a
muchos profesores y alumnos que nunca han pensado que en enseñanza los duros se
venden a cuatro pesetas (no conozco el refrán que actualice esto a la época del
euro), o que los perros se atan con longanizas.
Es evidente que si se quiere aprender
hay que esforzarse, porque nada se consigue sin esfuerzo y que el estudio
supone fuerza de voluntad. Han sido los laboristas ingleses los autores
iniciales del desaguisado que nos llevó a la Logse, pero también de los
primeros en darse cuenta del disparate cometido, porque si algo tienen los
ingleses es sentido práctico, y así explicó otro ministro laborista de
Educación la marcha atrás: “creo en la disciplina, en una aritmética sólida, en
aprender a leer y escribir con corrección, en deberes para casa”.
Por supuesto que es legítimo y bueno
tratar de conseguir que todas las personas tengan las mismas oportunidades.
Pero la inteligencia, el esfuerzo y el ambiente escolar juegan un papel y no se
puede pretender que al final del proceso educativo todos los alumnos alcancen
los mismos resultados. Es un deber elemental de cualquier profesor hacer que
los buenos alumnos puedan estudiar y trabajar, sin tolerar que los malos
alumnos saboteen las clases, aunque la consecuencia sea que unos aprovechan el
tiempo y otros no, y ello produce resultados escolares distintos.
Hay también el fallo de pretender que
la escuela tiene que ser neutral. Nos guste o no nos guste, la educación no
puede ser neutral. Los profesores, quieran o no, educan en valores; porque
aunque no lo deseen ni pretendan, están educando en valores. Está claro que la
enseñanza pública no es confesional, pero es evidente que no es neutra ni
neutral, por la sencilla razón de que la escuela neutra no existe, pues quien
pretende que su enseñanza es neutra, ya está educando en valores con los que
estaremos de acuerdo o no; e, incluso, pueden parecernos solemnes disparates,
pero desde luego la enseñanza, nunca, nunca, es neutral. Todo centro y todo profesor
pretende algo de sus alumnos; ese algo, aunque sea el pasotismo más descarado o
la apología del terrorismo, son los valores, en este caso negativos, que
integran la educación.
Como nos dijo Jesucristo: “la Verdad
os hará libres” (Jn 8,32), y por ello los creyentes pensamos que es a través de
la verdad como alcanzamos en todos los ámbitos de la vida, la auténtica
libertad, una libertad que tiene tanto derechos como obligaciones, una libertad
basada en el compromiso y la responsabilidad, y no en el egoísmo individual o
colectivo, una libertad que cree en la democracia, pero que considera ésta con
el fundamento, más que de la opinión mayoritaria, el del respeto hacia todo ser
humano y su común dignidad intrínseca. El profesor tiene que tratar de imbuir a
sus alumnos valores positivos que sirvan para el desarrollo de su personalidad,
por lo que hemos de defender una educación en valores y virtudes, una educación
democrática que inculque el ejercicio y la defensa de los derechos humanos, una
educación que no se olvide de Dios, porque cuando se niega a Dios, se niega
también el fundamento de la dignidad humana.
El fundamento de la democracia no es el
relativismo, sino la búsqueda colegiada de una verdad objetiva que encauce los
intereses de todos, para lograr así el entendimiento racional entre los
hombres. La libertad no es pura indeterminación, sino que la educación debe
enseñar al educando a saber escoger aquello que le va a ayudar a ser mejor, en
pocas palabras, a pasar por este mundo haciendo el Bien, porque el Amor y la
Verdad son el sentido de la vida.
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