sábado, 27 de noviembre de 2010

CUANDO EL HIJO MAYOR ES UN "PROBLEMA"

La condición de ser la hija o hijo mayor de la familia tiene grandes implicaciones en su vida.  Por ser el primero en convertirnos en padres, alrededor de ellos se tejen toda suerte de ilusiones.  Es el centro de atención de la familia y sus logros, por mínimos que sean, se celebran como grandes hazañas;  además, su ventaja cronológica sobre los hermanos hace que durante la infancia sea el que lleve la delantera en todo.
Pero los mayores no sólo tienen ventajas.  El primer hijo es quien asume toda la inexperiencia y ansiedad de los padres, y en quien se forjan mayores expectativas.  El hecho de ser el que primero camina, habla, lee, etc., hace que esté siempre a la cabeza, por lo que es fácil que concluya que su valor personal depende de su capacidad de mantenerse en el primer lugar.  Y por eso mismo, sus fracasos también son mucho más dolorosos.
El mayor es también blanco de sentimientos ambivalentes de parte de sus hermanos, quienes lo admiran y quieren ser cómo él, mientras que envidian sus privilegios y resienten la preponderancia que tiene en la familia.
Todo esto alimenta en el primogénito una inmensa necesidad de sobresalir en todo. Lo grave es que su supremacía sólo está garantizada, en el mejor de los casos, durante su infancia.  Si por cualquier razón o dificultad del primogénito, su hermano menor lo sobrepasa, la imagen de superioridad sobre la cual se forja su identidad se derrumba y con ella su razón de ser.  Así, el mayor no sólo tiene que lidiar con la frustración de pasar a un segundo lugar, sino con el dolor de verse superado por quien siempre fue inferior a él y la vergüenza de no estar a la altura de las expectativas de sus padres.
Esta situación tiene un efecto devastador en la imagen y estima que el primogénito tiene de sí mismo.  Su propia decepción sumada a los reproches y evidente desilusión de sus padres, suelen sumir al hijo en un estado de tristeza y amargura, a menudo se convierte en un hijo malhumorado, grosero, desafiante o agresivo, y pasa a ser el gran problema de la familia. Como los  padres no entienden las verdaderas causas de lo que le ocurre al primogénito desplazado, lo culpan de perezoso, desaplicado o irresponsable, mientras que señalan las cualidades y triunfos del hermano que lo superó.
Es muy fácil querer a un hijo cuando triunfa, pero el amor de los padres se pone a prueba precisamente cuando fallan.  Un hijo mayor relegado a un segundo lugar no se recupera a base de críticas y sermones.  No es posible llenar su corazón de recriminaciones y esperar que surjan de éste el valor y entusiasmo que necesita.  Alentarlo significa mostrarle lo mejor, no lo peor de él.
Restituir la confianza del hijo en sí mismo es una labor difícil, que nos exige luchar a su lado, valorarlo y demostrarle que lo amamos y confiamos en él, cualesquiera que sean sus debilidades o fortalezas.  Nuestra función como padres es sostenerlos en las buenas y en las malas, en el dolor y en la alegría, cuando prosperan y cuando fallan. Sólo en la medida que los hijos perciban que los amamos a pesar de sus fallas y que nuestro amor por ellos no es un premio por lo que hagan o logren, podrán recuperar la fe en sí mismos e ir cultivando su propio ser. Y es así como lograremos que sobresalga todo lo bueno y lo bello que también tienen para mostrarnos.
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