Autor: Vicente A.
GUILLAMÓN
Una verdadera plaga como de langosta, que no
deja hoja verde, se ha apoderado de nuestra juventud con respecto al
matrimonio. No es que rechacen el enlace canónico, es que no se someten a
ninguna clase de enlace formal, ni siquiera de registro meramente civil. Ahora
lo que “se lleva” es “arrejuntarse” o “vivir en pareja”, como suele decirse, o
sea, amancebarse, que diríamos hablando en román paladín. La cosa está tan
extendida, que todo lector de este comentario seguro que conoce más de una y
más de dos de estas situaciones, si no es que las tiene incluso en la propia
familia. (Inciso: ahora los únicos que quieren casarse son los “homos”, pero
pienso que sólo por tocar las narices).
Es la “moda”, suelen argumentar los
próximos a los “arrejuntados” a manera de excusa o más bien de resignada
explicación. Pero no deja de ser tristísimo que la decisión más importante en
la vida de toda persona, quede reducida a una cuestión de modas, como quien
cambia de peinado o de vestido. Mayor frivolidad o ausencia de compromiso serio
para toda la vida, no cabe. ¿Qué piensan?, ¿que el atractivo externo de los
años jóvenes les va a durar siempre?, ¿que no van a envejecer, que la
muchachita linda de ahora no va a perder cintura ni sufrir los efectos de la
ley de la gravedad en las turgencias, o que el joven apuesto no va a perder
pelo ni echar tripita cervecera? ¿Qué les podrá retener juntos sin la argamasa
de la entrega total que se manifiesta en el vínculo sacramental? Mi mujer me
decía, cuando celebramos las bodas de oro, hecha una reina rodeada de nuestros
numerosos retoños, que se casó conmigo, pocos días antes de cumplir los veinte
años, porque me quería, lógicamente, pero a medida que pasaban los años y nos
íbamos haciendo viejitos me quería más, muchísimo más. ¿Hay algo más grande en
la vida humana que un sentimiento recíproco de esta naturaleza? ¿Y cómo se
puede alcanzar algo parecido sin un amor y compromiso mutuo bien cimentado,
profundamente enraizado en el corazón y en la fe?
Yo veo en esta plaga,
indicio de la descomposición moral de nuestra sociedad, un fenómeno de
iniciativa “machista” con la complicidad culpable del feminismo corrosivo, en
el que las mujeres simplemente se dejan llevar, como en el baile “agarrao”,
según lo llamaban los curas vascos de aquellos tiempos, naturalmente para
condenarlo. Entre los jóvenes varones de ahora se ha creado un ambiente
opresivo contra el matrimonio formal, de manera que eso de casarse por la
Iglesia, incluso en el juzgado, está mal visto. ¿Quién ha propagado esta
especie? ¿De donde ha salido el virus que se opone al vínculo vitalicio? Si es
una moda, tendrá un diseñador que la haya diseñado, como todas las modas que se
ponen de moda.
En el desmadre del Sesenta y ocho, antecedente de lo que está
ocurriendo ahora, su introducción y difusión en España corrió a cargo de las
células comunista que operaban en la Universidad, según me fue dado ver muy de
cerca en el ejercicio de mi trabajo informativo. Pero actualmente no acierto a
descubrir el origen de esta pandemia. Creo que no tiene objetivos directamente
ateos y antitodo como las revueltas estudiantiles de 1968 en Francia. Ni
siquiera unos propósitos claramente laicistas, que en ese caso tendríamos que
dirigir nuestro periscopio hacia la masonería o al socialismo masonizado, impulsores
del laicismo anticatólico actual. Ahora lo que veo, o eso me parece a mí, es
una operación más sutil o ladina de indiferentismo, de pérdida del sentido del
pecado y por consiguiente del sentimiento religioso. Aparentemente no son
jóvenes opuestos frontalmente a la Iglesia, sino únicamente que quieren vivir a
su aire sin norma o regla que los condicione. Pero esta praxis de vida los
aleja del hogar eclesial y, con el tiempo, de la fe, de las creencias que
heredaron de sus padres.
Pese a todo, aún tienen conciencia que su situación
de “pareja de hecho”, y en más de una caso de deshecho, no es un estado
regular, no es un matrimonio como Dios manda, y nunca mejor dicho. Por
consiguiente, no actúan como matrimonios normales, empezando por el rechazo a la
paternidad-maternidad. Sólo algunas parejas, al cabo de años de convivencia,
deciden tener un hijo, generalmente por la presión de la mujer, a la que puede
el instinto maternal, pero no dejan de ser casos limitados, lo que explica,
entre otras causas, el bajísimo índice de natalidad español.
Añado, para
terminar, otro dato que se ha puesto también de moda. A los recién nacidos ya
no les endosan nombres estrambóticos de grafía extranjera o difícil, y dicción
más difícil aún. Ahora lo que se lleva, al parecer, es ponerles nombres
clásicos, redondos, o sea, los de toda la vida, en cierto modo como los de los
abuelos de los abuelos de hoy. Lo que significa que al final va a resultar que
todo es cuestión de modas, propio de sociedades inconsistentes.
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