Quiero empezar este
artículo contando un chiste. “¿En qué se parece una sandía a un ecologista? En
que es verde por fuera y roja por dentro”. Es un chiste viejo y malo, que
seguramente es injusto si se aplica de manera general, pues algún militante
ecologista existirá en el mundo que no sea de izquierdas. Siempre hay
excepciones.
Me he acordado de
este chiste a raíz de la denuncia hecha por el cardenal de París tras los
recientes ataques a iglesias católicas en su ciudad. Se preguntaba el cardenal
que dónde estaba la policía para impedirlo, máxime cuando una de ellas, la de
la Madelaine, está casi al lado del Ministerio del Interior. Y denunciaba
también el clamoroso silencio de los intelectuales de izquierda que no dudan en
gritar cuando se produce un atentado contra algunos derechos humanos, pero no
dicen nada cuando los que padecen esos atentados son los católicos. Resulta
difícil, en estas condiciones, darles credibilidad a sus denuncias, que quedan
teñidas de intereses partidistas, incluso aunque las causas que sí defiendan lo
merezcan.
En semanas pasadas
he estado hablando sobre la misericordia y la diferencia que hay entre esta
virtud y la tolerancia. Mientras que ésta se refiere a lo que se hace, la
misericordia se aplica a quien lo hace, cuando está arrepentido y con propósito
de enmienda. Pues bien, quiero, ahora referirme a los tolerantes –no a los
misericordiosos, de los que se diferencian como la noche del día-. El
tolerante, por lo general, actúa como alguien que reclama para él, para sus comportamientos
o para los comportamientos que defiende, el respeto general e incluso la
aprobación legal. No reclama ni defiende ese mismo respeto con las teorías
opuestas ni con los que las defienden, incluso en el caso de que éstos estén
dentro de la ley y lo que él reclama esté aún prohibido. El tolerante pide
libertad para hacer lo que él quiere, pero no está dispuesto a concederla a
quienes tienen otros puntos de vista. Si el tolerante fuera auténtico y
coherente, ante los incendios de las iglesias de París –o de España o de
Siria-, estaría escribiendo manifiestos y saliendo a la calle con pancartas del
mismo modo que lo hace por los derechos conculcados –supuestos o reales- que
defiende.
Pero no. El tolerante, por lo general,
emplea la tolerancia como un truco, como una pose, como una trampa. Hablan de
libertad para, si llegaran a gobernar, imponer su dictadura. En este caso, la
dictadura del relativismo, que tan bien definió y padeció el Papa Benedicto
XVI. Quizá lo que les falte a esos tolerantes es entender la diferencia entre
lo que ellos dicen representar y la misericordia. A un católico le duele que el
hombre sufra, sea quien sea y piense lo que piense; nos duele que se pongan en
peligro a las focas y a las ballenas, pero mucho más que se maten miles de
niños inocentes cada día en el mundo; nos duele que no haya libertad política,
pero también que no haya libertad religiosa; nos duelen todas las guerras –ahí
está el ejemplo de Juan Pablo II enfrentándose a Bush por la de Irak- y no sólo
aquellas que son emprendidas por los gobernantes de derechas. La misericordia
merece la pena. La tolerancia, en manos de estos tolerantes, ha quedado
reducida a una estrategia política que no tiene valor alguno.
Padre SAntiago Martín
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