lunes, 13 de enero de 2014

El Silencio de los Tolerantes


Quiero empezar este artículo contando un chiste. “¿En qué se parece una sandía a un ecologista? En que es verde por fuera y roja por dentro”. Es un chiste viejo y malo, que seguramente es injusto si se aplica de manera general, pues algún militante ecologista existirá en el mundo que no sea de izquierdas. Siempre hay excepciones.
Me he acordado de este chiste a raíz de la denuncia hecha por el cardenal de París tras los recientes ataques a iglesias católicas en su ciudad. Se preguntaba el cardenal que dónde estaba la policía para impedirlo, máxime cuando una de ellas, la de la Madelaine, está casi al lado del Ministerio del Interior. Y denunciaba también el clamoroso silencio de los intelectuales de izquierda que no dudan en gritar cuando se produce un atentado contra algunos derechos humanos, pero no dicen nada cuando los que padecen esos atentados son los católicos. Resulta difícil, en estas condiciones, darles credibilidad a sus denuncias, que quedan teñidas de intereses partidistas, incluso aunque las causas que sí defiendan lo merezcan.
En semanas pasadas he estado hablando sobre la misericordia y la diferencia que hay entre esta virtud y la tolerancia. Mientras que ésta se refiere a lo que se hace, la misericordia se aplica a quien lo hace, cuando está arrepentido y con propósito de enmienda. Pues bien, quiero, ahora referirme a los tolerantes –no a los misericordiosos, de los que se diferencian como la noche del día-. El tolerante, por lo general, actúa como alguien que reclama para él, para sus comportamientos o para los comportamientos que defiende, el respeto general e incluso la aprobación legal. No reclama ni defiende ese mismo respeto con las teorías opuestas ni con los que las defienden, incluso en el caso de que éstos estén dentro de la ley y lo que él reclama esté aún prohibido. El tolerante pide libertad para hacer lo que él quiere, pero no está dispuesto a concederla a quienes tienen otros puntos de vista. Si el tolerante fuera auténtico y coherente, ante los incendios de las iglesias de París –o de España o de Siria-, estaría escribiendo manifiestos y saliendo a la calle con pancartas del mismo modo que lo hace por los derechos conculcados –supuestos o reales- que defiende.
Pero no. El tolerante, por lo general, emplea la tolerancia como un truco, como una pose, como una trampa. Hablan de libertad para, si llegaran a gobernar, imponer su dictadura. En este caso, la dictadura del relativismo, que tan bien definió y padeció el Papa Benedicto XVI. Quizá lo que les falte a esos tolerantes es entender la diferencia entre lo que ellos dicen representar y la misericordia. A un católico le duele que el hombre sufra, sea quien sea y piense lo que piense; nos duele que se pongan en peligro a las focas y a las ballenas, pero mucho más que se maten miles de niños inocentes cada día en el mundo; nos duele que no haya libertad política, pero también que no haya libertad religiosa; nos duelen todas las guerras –ahí está el ejemplo de Juan Pablo II enfrentándose a Bush por la de Irak- y no sólo aquellas que son emprendidas por los gobernantes de derechas. La misericordia merece la pena. La tolerancia, en manos de estos tolerantes, ha quedado reducida a una estrategia política que no tiene valor alguno.

Padre SAntiago Martín

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