13 de mayo de 2012
“Este es mi
mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor
más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si
hacéis lo que yo os mando”. (Jn 15, 15-17)
Con frecuencia pensamos que Dios debe
estar contento con nosotros porque no hacemos nada malo. Buscamos en nuestra
conciencia y nos parece que hemos pasado por la vida casi sin pecados mortales.
Esta reflexión contrasta con la idea que tenían los santos de sí mismos; por lo
general, se sentían llenos de angustia y se consideraban grandísimos pecadores,
a pesar de que sus manos estaban llenas de actos de amor auténticamente
heroicos.
Debemos intentar no hacer nada malo, no
cometer ningún tipo de pecado, especialmente los pecados mortales que rompen
nuestra relación con Dios. Pero eso es insuficiente. Es como si un equipo de
fútbol planteara su estrategia metiendo a todos los jugadores en el área para
que el equipo rival no le metiera ningún gol. Como mucho, conseguiría el
empate. Los pecados son los goles que nos meten, los actos buenos son los goles
que metemos y al final lo que contará será el resultado, si es a favor o es en
contra. Además, es más fácil ser consciente, y por lo tanto arrepentirse, de
los pecados cometidos que de los actos de amor que no hemos hecho, de los
llamados “pecados de omisión”, tan frecuentes como ignorados. Quizá ahí está la
clave del comportamiento de los santos: ellos estaban enamorados de Cristo y
aun haciendo tantas cosas por Él, todo les parecía insuficiente. Tenían tanto
amor que sólo se consideraban contentos cuando daban la vida por el Ser amado,
por Dios. Imitemos a los santos: no nos conformemos con no hacer el mal,
aspiremos a hacer el bien, a darle a Dios todo lo que podamos, por amor a Él.
Propósito:
Evitar todo pecado mortal y, a la vez, no dejar escapar la oportunidad de obrar
el bien, de ayudar a los demás, de suplir con nuestras obras buenas el mal
cometido.
Padre Santiago Martín
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