jueves, 12 de enero de 2012

Carta del P. Santiago sobre la FE




                Queridos franciscanos de María, la fiesta del Bautismo del Señor nos llama ponernos ante la realidad de nuestro propio bautismo. ¿Qué es el Bautismo? tenemos que preguntarnos. ¿Qué efectos ha tenido en nuestra vida? o, dicho de otro modo, ¿sería mi vida igual si no hubiera sido bautizado, si no hubiera sido católico?
                Cuando viajas y conoces otras culturas, descubres que en todas ellas hay gente buena y gente mal, gente feliz y gente desgraciada, gente piadosa y practicante de su religión y gente no creyente o al menos no practicante. Sería muy fácil para nosotros si pudiéramos decir; los católicos son felices y los no católicos no lo son; o los católicos mantienen unida su familia y los otros se divorcian; o los católicos triunfan en los negocios y los demás fracasan. Pero eso no es así o al menos no es así a simple vista. Eso nos lleva a preguntarnos de qué sirve tener fe y también de qué sirve tener nuestra fe en comparación con la fe que tienen otros. Es muy difícil entrar en el interior del ser humano, por lo cual no podremos nunca conocer en realidad el grado de felicidad que el otro tiene, dado que él, como nosotros a veces, podemos estar poniendo al mal tiempo buena cara y dar una imagen que no se corresponde con la realidad. En cambio, nos es posible entrar en nosotros mismos. Hagámonos, pues, la pregunta de este modo: ¿Qué habría hecho o habría dejado de hacer si no hubiera tenido fe? ¿Qué estaría haciendo ahora mismo y con qué consecuencias? Cada uno seguramente tendrá sus respuestas. Quisiera hoy deciros las mías.
                Si no hubiera tenido fe o si en algún momento la hubiera perdido o, simplemente, se hubiera vuelto tibia el resultado que se habría producido, con toda seguridad, es que habría dejado de luchar. ¿A qué lucha me refiero? A la única que merece ese nombre: la de la santidad. En primer lugar, estoy seguro de que más pronto o más tarde, como les ha pasado a muchísimos, me habría dejado llevar por el relativismo y por lo tanto habría renunciado a alcanzar una meta que no sólo me parecería difícil sino innecesaria. En segundo lugar, habría empezado a justificarme a mí mismo y habría comenzado a atacar a aquellos que, con sus enseñanzas o con su ejemplo, ponían de manifiesto lo equivocado de mi comportamiento. Como consecuencia, o no me habría hecho sacerdote o, en caso de serlo y verse entibiada mi fe, me habría convertido en un cura permisivo, progresista, que dice que es bueno lo que le conviene que sea bueno al que le pide consejo. Por supuesto que no se habrían fundado los Franciscanos de María o, si se hubieran fundado, se habrían disuelto en un mar de confusiones y contradicciones.
                ¿Qué me ha aportado, en cambio, la fe, esta fe católica, esta fe en el Dios hecho hombre en las entrañas de la Santísima Virgen y en la Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo? Tres cosas esenciales, sin las cuales puedo asegurar que mi vida no sería lo mismo, hasta el punto de que no podría gozar de la felicidad que tengo, incluso cuando paso momentos difíciles. Esas tres cosas son: luz, fuerza y misericordia. Luz, para distinguir el bien del mal y no permitir que mi conciencia se deje sobornar por mis intereses. Fuerza para luchar por conseguir la meta soñada: la plenitud del amor a Dios y al prójimo, la santidad. Misericordia, que experimento cuando caigo y siento la mano de Jesús que me levanta y me dice: ánimo, sigue luchando. Por la fe no sólo creo en Dios, como único Señor de la historia -lo cual me impide adorar a otros dioses, siempre falsos-, sino que creo en su amor, en su fuerza, en su bondad, en su infinita y divina misericordia. Creer en este Dios-Amor es creer que no estoy solo y es creer que si yo no puedo no pasa nada, porque él sí puede. Él todo lo puede. Incluso hacerme santo, si yo colaboro con Él y le dejo obrar en mí.
                Esta es nuestra fe. En esto creemos. De esto disfrutamos como del gran don de la vida. No sé qué harán los demás para vivir sin esto. Sí sé que yo no podría vivir de otro modo y no concibo que se pueda ser plenamente feliz sin los dones de la fe. Por eso, el Bautismo -como sacramento que nos introduce en la Iglesia- es un gran don. No proporciona por sí mismo la fe -muchos bautizados no la tienen-, pero te pone en el lugar oportuno -la comunidad eclesial- donde la puedes recibir, contagiándote de ella por parte de los que están a tu lado.
                Démosle gracias a Dios por el Bautismo, que un día nos hizo hijos adoptivos de Dios, miembros de la Iglesia y nos limpió del pecado original. Intentemos mantener viva la llama de la fe, por ejemplo con sacramentos como la confesión y la eucaristía, y con una vida de oración intensa. Y procuremos transmitir a otros el mayor tesoro del que podemos disfrutar en la vida.
                Que Dios os bendiga siempre.
                P.Santiago

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