La mirada de Jesús debía ser majestuosa y dominadora. San Marcos repite con insistencia cuando el Maestro va a proferir una sentencia: "Y mirándolos, dijo". Cuando tratan de lapidarle en Jerusalén, Jesús interpela a sus enemigos: "Muchas cosas buenas os he hecho, ¿por cuál de ellas me queréis apedrear?". Este dominio de sí mismo resplandece en las palabras mansas con que Jesús responde al criado que le ha abofeteado: "Si mal hablé, muéstrame en qué; y si bien, ¿por qué me hieres?".
Sus últimas palabras en la cruz, ofreciendo perdón a los enemigos, son eco de la paz interior de su espíritu. Nada de desahogos rabiosos incontrolados, sino autonomía y perfecto control de sus actos, y todo con suma naturalidad y sin afectación.
En sus parábolas nada insinúa un espíritu cansado y pesimista; al contrario, su alma tersa sabe contemplar al Padre siempre obrando en la naturaleza y en las vidas de los hombres. La vida apostólica del Maestro discurre al aire libre, a la intemperie, caminando por las calzadas y caminos de Galilea, Samaria, Judea, Tiro, Sidón. Viviendo en extrema pobreza, sin tener dónde reclinar su cabeza, Jesús iba de un lugar para otro predicando la buena nueva. Esto no se explica sin suponiendo en él una salud robusta y equilibrada.
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