miércoles, 6 de junio de 2012

El por qué del celibato sacerdotal (1)

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Cada vez se alzan más voces, dentro y fuera de la Iglesia, en contra del celibato del clero. Tal parece que no hubiera motivo alguno y que sólo una voluntad malvada lo siguiera exigiendo a los aspirantes al sacerdocio. En este artículo, y en los que le seguirán los próximos meses, damos razones prácticas del por qué del celibato sacerdotal que, sin ser las más importantes, sí pueden ser entendidas fácilmente por todos.
Uno de los asuntos de los cuales más se habla en algunos ambientes eclesiásticos (y no eclesiásticos), y hacia el cual más de una denominación cristiana orienta sus críticas, es la disciplina actual de la Iglesia Católica, según la cual, quien se acerca a las Sagradas Ordenes (sacerdocio) debe profesar votos de castidad perpetua (celibato).
            Digamos desde un primer momento que se trata de una disciplina eclesiástica sujeta a cambio, que de hecho cambió y puede, teóricamente, seguir cambiando. No se trata de un dogma de fe. La Iglesia Ortodoxa, que ordena sacerdotes «válidamente» según el juicio de la Iglesia Católica, admite casados al sacerdocio. Es más, la misma Iglesia Católica en los países donde predomina el rito Bizantino (por ejemplo en Ucrania) ordena sacerdotes a hombres casados, los cuales continúan viviendo vida matrimonial después de la ordenación.
            Pero al mismo tiempo la Iglesia cree que el celibato sacerdotal es un don de Dios, y que hoy por hoy sería un error cambiar la legislación actual. Y la bimilenana Iglesia tiene sus buenos motivos.
            Dejamos de lado las muchas razones de orden teológico y pastoral que evidencian la oportunidad de esta disciplina (y que son en verdad cuantiosas y de no poca monta), y vemos solamente el proceso histórico de esta decisión. Quien quiera profundizar sobre los motivos de orden teológico que han llevado a la Iglesia por el camino del celibato sacerdotal, puede leer con provecho la magistral encíclica de Pablo VI «Sacerdotalis Caelibatus».
Nuevo Testamento
            Para entender el motivo último de esta práctica eclesiástica y valorar los alcances profundos de la misma hay que leer y meditar Mateo 19:10-12 y, sobretodo, el capítulo 7 de la primera carta de San Pablo a los Corintios. Estos textos dan «el espíritu» que late tras la legislación del celibato sacerdotal. Leyendo estos pasajes, el fiel entiende que se trata de una vocación de Dios, en vistas al Reino de Dios, y que sólo sin razonar puede alguien rápidamente afirmar que «es un invento de los curas»; en efecto, más allá de la disciplina eclesiástica, que puede cambiar y de hecho fue cambiando con el paso del tiempo, sin embargo quedarán siempre en pié aquellas claras palabras del apóstol: «el célibe se ocupa de los asuntos del Señor..., mientras que el casado de los asuntos del mundo.., y está dividido» (1 Cor 7). Si perdemos de vista estos textos bíblicos, perdemos de vista el centro de la cuestión.
            En la evolución histórica de la legislación celibataria pueden distinguirse tres momentos principales: De los comienzos al siglo IV; Del siglo IV al XII; Del siglo XII a nuestros días.
           
            La comunidad apostólica y los tres primeros siglos de la Iglesia.
            Hay algunos textos ya en los escritos del Nuevo Testamento que nos ilustran sobre la situación de la Iglesia primitiva en esta materia. San Pablo pide que los obispos y diáconos sean «casados una sola vez», o «maridos de una sola mujer» (1 Tim 3:2.12; Tito 1:6). Esto, en un primer momento, como se apresuran a hacérnoslo saber algunos hermanos evangélicos, parecería excluir la idea de un sacerdote u obispo «célibe». Ahora bien, no debemos olvidar que el mismo Pablo nos hablaba de la conveniencia de «no estar divididos» (es decir, no estar casados), y agregaba que él quisiera que «todos fuesen como él» (1 Cor 7:7-8), dejando claro que él mismo no tenía mujer, y que prefería -ciertamente no imponía- que el servidor de Dios tampoco la tuviese (incluye también la virginidad femenina, como camino ideal de quien quiera servir a Dios con corazón indiviso). Es decir, lo que San Pablo pedía con «que sean de una sola mujer» no era que necesariamente se casaran y tuvieran al menos una mujer, lo cual sería exactamente lo contrario de todo lo que el mismo Pablo escribió en 1 Cor 7 - sino que no sean personas que lleven una vida disoluta, con varias mujeres, o que se hayan casado más de una vez. Se trata de una orden que señala un límite (no más de una mujer), y no una obligación (al menos una mujer).
            Es por otro lado obvio que en el comienzo de la predicación cristiana, cuando el celibato no era un estado admitido en la sociedad, los Apóstoles no esperasen encontrar hombres célibes en número suficiente para regir las numerosas comunidades cristianas que iban surgiendo, pues simplemente no los había, y no se podía pensar que el deseo de Pablo de que el servidor sea célibe fuese inmediatamente aceptado y practicado en toda la Iglesia. No había entonces seminarios: había que fundar las comunidades cristianas con la predicación, y para ello se escogía a los hombres más capacitados en ese momento. Por ello Pablo exige al menos lo indispensable, a saber, que no sean libertinos, o que no hayan tenido ya varias mujeres. Incluso es de admirarse que, en ese ambiente naturalmente contrario a la abstención sexual, Pablo haya tenido la claridad y el valor de predicar que «es mejor no casarse». Sus palabras son sin duda de un gran calibre profético.
            Lo mismo cabe decir de los textos donde Pablo señala que «si el obispo no es capaz de ordenar su propia casa, cómo será capaz de ordenar la iglesia». No está diciendo que los candidatos deben ser necesariamente casados, y que un célibe no puede ejercer ese cargo, sino que el candidato, que debía ser una persona de cierta edad y experiencia, y por lo tanto bien casado, debía dar muestras de buen gobierno de su propia familia antes de querer gobernar a la Iglesia de Dios.
            Esta fue la práctica de la Iglesia durante los primeros siglos, admitía los candidatos casados a las órdenes sagradas, siempre y cuando diesen testimonio de un matrimonio vivido de manera irreprensible; al mismo tiempo, y siguiendo las enseñanzas de Jesús y de Pablo, siempre fue estimado por todas las iglesias el don del celibato por el Reino de los Cielos, y es lógico pensar que muchos comenzaban ya a vivir ese estado de vida tan particular. En otras palabras, había ministros casados y ministros célibes, aunque no podemos determinar la cantidad y la proporción con respecto a los casados, o los oficios que se reservaban a unos u a otros, etc. Además, las costumbres de las distintas iglesias locales eran diversas en este sentido, aunque los principios que enunciamos eran respetados en todos lados.
            Recordemos que a la hora de acudir a los documentos escritos, no es mucho lo que de aquella lejana historia podemos asegurar con ciencia cierta en el campo que vamos tratando. Algunos estudiosos, por ejemplo, se inclinan a pensar que, si bien no era obligatorio, la mayoría de las iglesias locales, tal vez celosas de las palabras del Apóstol, guardaban la costumbre de admitir a las órdenes sagradas preferiblemente a los célibes.

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