martes, 12 de junio de 2012

El origen de la Iglesia.

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Con frecuencia se dice que la Iglesia no fue fundada por Jesucristo o que, en todo caso, éste no quería fundar este tipo de Iglesia, sino una más humilde, sin estructuras, sin poder. Se dice que la Iglesia en realidad la fundó San Pablo, con un concepto más judío que cristiano, o que la fundaron después de las persecuciones romanas, como un instrumento al servicio del poder imperial para controlar a la nueva religión. La Iglesia católica, tal y como la vemos ahora, no tendría nada que ver con la Iglesia de Cristo y sería, más que una estructura al servicio del Evangelio, una estructura de opresión que actuaría contra aquellos que están al servicio de los pobres y que quieren ser libres.
Enseñanza del Catecismo:
 
“El Señor Jesús comenzó su Iglesia con el anuncio de la Buena Noticia” (nº 763)
 
“El Señor Jesús dotó a su comunidad de una estructura que permanecerá hasta la plena consumación del Reino. Ante todo está la elección de los Doce con Pedro como su Cabeza (cf Mc 3, 14-15); puesto que representan a las doce tribus de Israel (cf Mt 19, 28; Lc 22,30), ellos son los cimientos de la nueva Jerusalén (cf Ap 21, 12-14). Los Doce (cf Mc 6,7) y los otros discípulos (cf Lc 10, 1-2) participan en la misión de Cristo, en su poder y también en su suerte (cf Mt 10, 25; Jn 15, 20). Con todos estos actos, Cristo prepara y edifica su Iglesia” (nº 765)
 
“Cuando el Hijo terminó la obra que el Padre le encargó realizar en la tierra, fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés para que santificara continuamente a la Iglesia. Es entonces cuando la Iglesia se manifestó públicamente ante la multitud; se inició la difusión del Evangelio entre los pueblos mediante la predicación” (nº 767)
 
“Para realizar su misión, el Espíritu Santo construye y dirige a la Iglesia con diversos dones jerárquicos y carismáticos” (nº 768)
 
“Desde el comienzo, Jesús asoció a sus discípulos a su vida (cf Mc 1, 16-20; 3, 13-19); les reveló el Misterio del Reino (cf Mt 13, 10-17); les dio parte en su misión, en su alegría (cf Lc 10, 17-20) y en sus sufrimientos (cf Lc 22, 28-30)” (nº 787)
 
“Nuestro Salvador, después de su resurrección, entregó la única Iglesia de Cristo a Pedro para que la pastoreara. Le encargó a él y a los demás apóstoles que la extendieran y la gobernaran. Esta Iglesia, constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él” (nº 816)
 
“Jesús es el enviado del Padre. Desde el comienzo de su ministerio, ‘llamó a los que él quiso y vinieron donde él. Instituyó Doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar” (Mc 3, 13-14). Desde entonces, serán sus ‘enviados’ (es lo que significa la palabra griega ‘apostoloi’). En ellos continúa su propia misión: ‘Como el Padre me envió, también yo os envío’ (Jn 20, 21; cf 13, 20; 17, 18). Por tanto, su ministerio es la continuación de la misión de Cristo: ‘Quien a vosotros recibe, a mí me recibe’, dice a los Doce (Mt 10, 40; cf Lc 10, 16)” (nº 858)
 
“Los apóstoles, para que continuase después de su muerte la misión a ellos confiada, encargaron mediante una especie de testamento a sus colaboradores más inmediatos que terminaran y consolidaran la obra que ellos empezaron. Les encomendaron que cuidaran de todo el rebaño en el que el Espíritu Santo les había puesto para ser los pastores de la Iglesia de Dios. Nombraron, por tanto, de esta manera a algunos varones y luego dispusieron que, después de su muerte, otros hombres probados les sucedieran en el ministerio” (nº 861)
 
Argumentación:
 
Nadie funda algo para que no dure después de su muerte, para que muera con él. Sobre todo, si lo fundado tiene una misión que no puede desarrollarse totalmente durante la vida del fundador. Todo el mundo quiere que su obra le sobreviva y muy especialmente si esa obra, por sus propias características, tiene un objetivo que va más allá del momento histórico en el que vive el que la ha fundado.
 
Esto, que vale para tantas cosas, vale, evidentemente, para la obra fundada por Cristo. Son abundantes los textos evangélicos en los que se pone de manifiesto la voluntad de Jesús no sólo de fundar una Iglesia sino también de organizarla mediante un sistema jerárquico, puesto que sin esa estructura no habría podido ni funcionar ni sobrevivir. Se puede objetar que esos textos fueron añadidos posteriormente precisamente por aquellos que querían justificar la existencia de la jerarquía de la Iglesia porque formaban parte de ella, pero, primero, esa objeción hay que demostrarla y, segundo, va contra el sentido común: si Cristo quería que, a su muerte, se siguiera predicando su mensaje, tenía necesariamente que organizar una estructura que le sobreviviera y esa estructura debía tener la suficiente autoridad como para poder hacer frente a los inevitables problemas con que se iba a encontrar la comunidad de sus discípulos. Además, los textos que hacen referencia a la elección de los discípulos y a cómo quería el Señor que éstos estuvieran organizados, son tantos y tan importantes que no cabe pensar en que fueran añadidos posteriormente a su muerte; como prueba de la fidelidad con que los evangelistas transmitieron lo que Cristo había dicho y hecho, basta con un ejemplo: no dudan en hablar de la triple negación de Pedro en la noche del Jueves Santo; puestos a inventar un relato que justificara la autoridad de Pedro sobre el grupo, tendrían que haber suprimido ese momento, que dejaba a Pedro muy mal parado.
 
Es verdad que San Pablo aportó a la Iglesia importantes conceptos estructurales y teológicos, pero esos conceptos no eran extraños a la fe que tenían los apóstoles y que ya estaban predicando antes de que Pablo se convirtiera, yendo precisamente a Damasco para “cazar” cristianos. Además, la Iglesia nunca ocultó que sus raíces se hundían en la religión judía, pues el Antiguo testamento forma parte de su patrimonio espiritual y dogmático; pero Cristo, y así lo entendieron los primeros cristianos y también San Pablo, vino a llevar a su plenitud el mensaje contenido en el Antiguo Testamento, purificándolo a la vez de todas las adherencias que se le habían añadido y que no tenían su origen en Dios (por ejemplo, el excesivo respeto al sábado, la prohibición de ciertos alimentos o la situación de inferioridad de la mujer ).
 
La Iglesia, pues, es hoy la misma que ayer y que siempre: la obra de Cristo. Los que dicen que no es verdad, lo hacen porque no les interesa escuchar lo que la Iglesia dice. Por ejemplo, cuando los seguidores de la teología de la liberación afirman que es una estructura de poder, opresora y corrupta, lo hacen porque la Iglesia no ha permitido que se justificara el uso de la violencia y ha rechazado que se uniera la fe católica con el marxismo. Otros dicen lo mismo contra la Iglesia, pero por motivos diferentes: porque la Iglesia defiende la vida y está contra el aborto o porque no acepta que el hombre quede sometido a los instintos como si fuera sólo un animal. En español decimos: “Dime con quién andas y te diré quién eres”. Ese viejo refrán podríamos rescribirlo al revés, para aplicarlo a este caso: “Dime con quién no andas y te diré quién eres”. La Iglesia no anda con los violentos, con los poderosos, con los hedonistas, con los relativistas; es normal, pues, que éstos la ataquen; pero el hecho de que lo hagan, es la mejor garantía de que está siendo fiel a Jesucristo, que también murió crucificado por los que no estaban contentos con su mensaje.

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