20 de mayo de 2012
“En aquel
tiempo se apareció Jesús a los once y les dijo: Id al mundo entero y proclamad
el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará; el que
se resista a creer, será condenado. El Señor Jesús, después de hablarles,
ascendió al cielo y se sentó a la derecha de Dios”. (Mc 16, 15-19)
Si viviéramos en un país afectado por
graves hambrunas y viéramos morir de hambre a la gente por la calle, nuestra
sensibilidad nos movería a hacer algo por ellos. Si estuviéramos en una ciudad
afectada por una gran riada, también haríamos lo posible por socorrer a los que
lo han perdido todo bajo las aguas. Si hubiera sido un terremoto, un huracán o
una guerra los culpables de la catástrofe, no nos quedaríamos indiferentes y
nos sacrificaríamos por los afectados. Y todo porque esas desgracias nos entran
por los ojos y nos remueven la conciencia.
Sin embargo, asistir al espectáculo de una multitud que vive alejada de
Dios nos deja fríos, como si eso no tuviera importancia. Y eso que sabemos que
eso no sólo tiene consecuencias para la perdición eterna del alma, sino que
provoca divorcios, malos tratos a las esposas, desgracias a los hijos, robos y
todo tipo de corrupciones. ¿Por qué somos así? ¿Por qué no tomarnos al menos
tan en serio la salvación del alma como la del cuerpo? ¿Por qué hay más
vocaciones para médicos que para sacerdotes?.
Cristo no nos dejó el encargo, cuando se
fue de la tierra, de construir hospitales, colegios y todo lo demás. Y eso que
todo eso es muy útil e incluso imprescindible. Nos pidió, en cambio, que
evangelizáramos, porque haciendo eso no sólo salvaremos el alma sino también el
cuerpo, no sólo aseguraremos la vida eterna sino también la de la tierra.
Propósito:
Hacer todo lo posible –empezando por la oración y el testimonio- para acercar a
Cristo a los que nos rodean, sabiendo que es lo mejor que podemos hacer por
ellos.
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